Esa época pasó muy rápida para mí. Quizás porque era demasiado pequeño o porque era lo único que conocía como «felicidad». Lo que no me gustaba era el zulo. La oscuridad fría, negra y ese espacio tan pequeño siempre me daban pavor. Al final cedía a pesar de mis lloros.
Así que el día en el que me liberé de esas ataduras no pude evitar exhalar un suspiro de tranquilidad. No sé cuánto estuve vagando solo, tampoco el momento en el que ese animal de cuatro patas redondas que rugía con fuerza me atropelló con violencia. Mi pata, aunque de una pieza, no tenía fuerzas y me dolía. La vida no parecía ser fácil pero no cedí. Sabía que había “algo” que iba a merecer la pena. Hice muchos amigos que como yo vagaban en busca de ese “algo” y sin duda la amistad era una de esas cosas que merecían la pena.
Tiempo después, varios humanos de dos patas nos cogen y no sé qué va a pasar con nosotros. No se lo puse difícil, me caen bien, soy muy sociable desde siempre. Mi pata me duele y no puedo apoyarla. El tiempo pasa y la fría jaula de la perrera donde estoy no me anima. No pierdo la esperanza aunque no sé lo que me espera si algún día cruzo esos barrotes. Dos humanas llegan y me sacan de allí. ¿A dónde voy ahora? Llego a una nueva casa y conozco nuevos amigos. Me llaman Rubí.
Otro día llega y terminamos en la casa de los humanos vestidos de blanco. Me pongo nervioso y me sujetan entre varios. Siento una punzada y al rato me quedo dormido. Cuando despierto la pata me duele más pero no parece haber cambiado nada. Volvemos a casa. Allí, ella me cuida con mimo y mis compañeros peludos me tratan bien. Pero el dolor de la pata no me deja ser como yo soy.
Una tarde llegan otros dos humanos parecidos al resto. Me acerqué cojeando, los olí y me retiré a mi cama. Pero ellos no desistieron y siguieron conmigo. Esa tarde salimos a pasear juntos y con mis dos hermanos peludos. Uno de esos humanos cogió la correa mientras me acariciaba el pecho. En ese momento, una descarga eléctrica recorrió mi cuerpo y el suyo, porque cuando le miré compartíamos la misma mirada. Había “algo”, una conexión especial, ¿era ese “algo” del que antes hablaba?
Si. Era eso llamado Felicidad y que conocí de manera anticipada. Cuando llegué a mi nueva casa, allí Carol y Juanqui me esperaban con la misma cara de felicidad que siempre. En esa casa no había más peludos como yo pero si había ese “algo” que siempre estuve buscando y un día encontré. Encontré, que mi pata ahora ya no dolía gracias a esos paseos lentos en los que Carol y Juanqui hacían porque la trabajara poco a poco, descubrí que podía apoyarla y que correr junto a ellos era lo mejor. Y encontré la chispa de la vida que siempre tuve en mi interior y que ahora es una llama de fuego intenso que no para de brotar desde mi corazón. ¡Ah! y me cambiaron el nombre. Ahora y para siempre me llamo Athos.
NOTA: ‘Silenciosos con voz’ son pequeñas historias de galgos, podencos y perros de cualquier raza que han llegado, por fin, a vivir una vida digna. Si nos quieres contar unas líneas (hasta 300 palabras) de lo que fue y es su vida escríbenos y mándamos una foto de tu perro junto a ‘El silencioso amigo del viento’ a: lisienator@gmail.com
Yo conocí a este perro en la primera carrera de Perroton de Madrid y la conexión entre Athos y su dueño era increíble. Estas son historias que aun hacen creer en el ser humano.
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Realmente, Gemma. Athos y Juanqui son una bestia de bicéfala de seis patas. Verlos correr es una delicia. Estamos contigo también con que los amigos humanos de Athos son unos ángeles.
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Gracias Gemma y gracias Lisi.
La verdad que siento esa conexión con Athos en cada segundo de mi vida. Y siento que si de alguna manera he mejorado en algo, ha sido gracias a él, mi mayor maestro en la vida.
Un abrazazo
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